lunes, 16 de noviembre de 2009


Tienes miedo. Miedo a perderte y también a estar atado, preso, anclado, a la rutina y a tenerlo todo claro y a verte rodeado de espacio y no querer moverte por temor a la responsabilidad del acto, del tuyo, que es ese y no otro. A mirar lo pequeño y ver cuanto pequeño hay en lo grande, y el universo, que cuanto más conocemos lo grande más se determina, más queda delimitado y más y mayor hay detrás de la frontera y más y más prescindible tú. Miedo a saber lo que hacer mañana y pasado y al otro, miedo a no saber qué hacer mañana, ni pasado, ni al otro. Miedo porque todo pudo ser de otra manera, por qué y porque ha sido así. A estar encerrado en un cuerpo, a no estarlo, a la muerte, a la eternidad, a ver crecer la hierba y como la vuelven a cortar, ver crecer el pelo y como lo vuelves a cortar, a no verlo. A no ver lo estático mañana y pasado, y al año asustarte del tiempo y preguntarte qué has estado haciendo. Y sales de casa solo, paseas por las aceras solo y con tiempo, o sin él porque no tienes nada que hacer después. Así que caminas, a ninguna parte, porque no has quedado con nadie ni con ningún lugar. Caminas sin motivo sino por el placer de hacerlo o por el no sé qué de la inercia. Te paras y te sientes como una piedra en la autopista, como un dique en medio del mar al que el oleaje golpea con la fuerza y ferocidad del tiempo y el movimiento. Te asustas. Así que mueves un pie y luego el otro y otro, por el no sé qué de la inercia, y vuelves a caminar con nadie o sin alguien, hacia ningún lugar.