martes, 23 de septiembre de 2008


Aguijones de agua nos apuñalaban para después, con caricias, resbalar por la cara. Inundamos los sentidos bajo esa lluvia fina, y así, empapados, reirnos de nuestro destino. Ycorrer mar adentro y luchar con las olas, mirar al infinito y ver bajar la marea abriéndonos camino, sonriendo al soñar con cambiar el mundo.


Peterborough 08

domingo, 21 de septiembre de 2008


Aúlla el cielo bajo un coro de gotas de agua naciendo y muriendo tras un viaje en caída libre desde el cielo. Truenan verdades y se estrellan en la ciudad impasible a los gritos de pobreza y desigualdad de otros. Sonidos de persianas y cristaleras que dan la espalda a lo ajeno acompañan la creciente intensidad de la lluvia, de su furia; y encerrados en la penumbra continúan subsistiendo. Solo cabezas de niños se asoman inquietas por la ventana, a duras penas, pues les quedan muchos palmos por crecer para cuando apoyados en el alféizar miren la lluvia caer o sean ya demasiado mayores, demasiado adultos, que hayan perdido la curiosidad para ver llover, desde sus vidas entre rejas ya no alcanzan a oír los desgarrados gritos de su silencio.

jueves, 4 de septiembre de 2008


Miré el reloj y pareció despertarme con una bofetada. Corriendo cogí la mochila y bajé a la calle. Se me hacía tarde y el frío de la mañana se colaba entre el abrigo, mientras yo con mala cara andaba apresurada por la ciudad aún dormida. Nunca se me hacía tarde, estaba sorprendida y enfadada conmigo misma. Cuando llegué ya había empezado el calentamiento y de inmediato me uní a mis compañeras. No hablábamos, y hoy más que nunca la voz de mi entrenadora marcando los tiempos martilleaba en mi cabeza, del uno al ocho y vuelta a empezar, con un tono monótono e impersonal. Nos vi reflejadas en el espejo, todas al compás, autómatas. Esta imagen día tras día, mi rutina, la disciplina.

Cogí el aro, era mi ejercicio preferido, el que prometía. Lo trabajaba perseverante y sabía que a veces mi entrenadora me observaba desde lejos, repetir un lanzamiento, una dificultad. Me miraba sonriendo y me llenaba de gozo como cuando alguna gota de sudor recorría mi frente, luego mi espalda y me veía terminar empapada, hasta magullada, pero satisfecha, tremendamente satisfecha con mi trabajo. Sabía que prometía, lo sabía. Ella había puesto toda su confianza en mí, en mi ejercicio, en un minuto y medio de mi vida. Debía alcanzar la perfección y no tener rival. Veía cuando las demás me miraban con envidia y al pasar por su lado desviaban la cabeza con descaro. La competencia era máxima y afilada, y en sus conversaciones lenguas de serpiente.

Me tocaba ya actuar, el silencio reinó la sala. Había aprendido a controlar los nervios, una actitud estoica me hacía impasible y fría, pero hoy me costaba concentrarme. Me notaba insegura y frágil, como aquellas gimnastas que fallan en su último lanzamiento, que se les cae el aparato cuando ya lo tienen en sus manos. Como esas que aún llenaban su cabeza con amigos, estudios o diversiones. Yo lo di todo, y viviré dándolo todo.
La música comenzó a sonar y aún no había apartado de mi mente esas cavilaciones inoportunas. Noté un temblor que me recorría los dedos de la mano, no estaba concentrada, no al cien por cien. Me invadió una inseguridad que me hizo errar el primer equilibrio. Iracunda continué. No encontraba hoy esa especie de metrónomo marcando el ritmo en mi cabeza para así hacer movimientos acordes con la música, fluidos y compenetrados a la perfección. Esta vez la oía lejana y apagada. Se me calló el aro de las manos, me enfurecí, y el siguiente lanzamiento lo tiré con rabia. Fallé. Mi entrenadora miró al suelo, y después de echarme un último vistazo se levantó y con un movimiento de mano cesó la música. Paré, respiraba entrecortadamente, menos por el cansancio que por el miedo que se iba apoderando poco a poco de mí. La vergüenza y la sensación de haberle fallado me hirió pero fue ver en su cara una mirada de decepción y lástima lo que me hizo caer. Como si fuera otra más, otra derrota más.

Bajé la cabeza y me fui. Corrí lejos de ese mundo entre rejas y alcé la mirada al cielo. Por primera vez me pregunté que quería, por primera vez tuve conciencia de estar viva, no habían partidas de prueba, ésta era una aventura donde nadie te prevenía, y aprender de la experiencia era lo único a lo que te podías aferrar. Y estaba sola, lo había perdido todo. Ingenua hice de un deporte mi vida, que no me da nada, ahora que ya no me quedaba nada.
Andaba arrastrando los pies, rendida. Notaba el aro en mi hombro, me pesaba en el alma, un lastre insoportable. Lo apreté con fuerza, mire al frente y lloré.