martes, 27 de enero de 2009


Oscurecía. La niebla inundaba el aire y no conseguía ver más allá de uno o dos metros a mi alrededor. Estaba asustado. A tientas intentaba alcanzarla, pero me tropezaba en el suelo pantanoso y el agua helada se colaba por las suelas de mis zapatos. Me estremecía sin quererlo. Los charcos desprendían un hedor putrefacto, enrarecido, que hacía mi búsqueda desesperante. Tan misteriosa era ella, la había mirado fascinado, solo un segundo, pero pude contemplar sus facciones marcadas, algo duras, su tez pálida y su mirada de una madurez precipitada, no acorde con la tersura de su piel. La miré solo un segundo y huyó. No sé que me hizo seguirla, le grité pero no obtuve respuesta alguna. Silencio. Ahora la busco, perdido en esta niebla, en esta niebla infinita.
Empezaba a agobiarme, y por segunda vez tropecé. Caí de bruces en el agua, mis manos se hundieron en el fango y maldije a mi mala suerte. Cuando levanté la cabeza me pareció ver una luz, la mire con curiosidad. -¿Un fuego fatuo?-me pregunté. No, no podía ser, ahora no. Había leído mil historias misteriosas sobre ellos, el guía al infierno de los perdidos. Me recorrió un escalofrío. Despacio ahora, intentando volver a respirar con normalidad, me levanté. Anduve un trecho guiándome por la luz, cuando, de repente, la voz grave de un hombre retumbó en el pantano. Después un grito ahogado y un chapoteo. Corrí hacia la luz con sorprendente rapidez, el corazón en un puño. Algo sucedía. Ahora muy cerca pude oír el ruido metálico de un candelabro estrellándose contra el suelo y unos pasos apresurados dándose a la fuga. Era esta luz, este fuego. Me deslumbraron las llamas propagadas por las velas, me rodeaban e iluminaban todo mi alrededor, el pantano desolado. Refulgía luz en la superficie del agua, destellos espeluznantes, como si cobrasen vida. En lo profundo de las aguas, entre la tierra removida se dejó entrever el ondear de unas ropas oscuras. Una cara hermosa, pálida, exhalaba de su boca el último aire de sus pulmones, el último suspiro. Expiraba. Sus labios tornaban violeta amoratado. Contuve la respiración. –No, no.-dije. Allí estaba ella, en lo profundo, entre la niebla.

martes, 13 de enero de 2009

Arderá mi pecho glacial
como alma inflamable.
Dame la chispa
que incendie mis sentidos
y gritaré.
Bailaré entre las llamas
que me lamen la piel,
que me queman,
me hieren.
Y el calor derretirá
las palabras en mi garganta,
sonará melodía desgarrada
pero inaudible, ininteligible.
Impregnaré el aire de aullidos famélicos,
de pasión, de guerra y desesperación,
de que no me oyes,
que ladro sin voz,
y me asfixio en el vacío,
que no respiro,
no respiro.
En lo alto de la colina,
danzaré fogosa,
incasable, insaciable,
sin consuelo ni rendición.
Perduraré hasta consumirme,
exhausta,
despacio, despacio,
hasta que el último sudor resbale,
hasta que el fuego
el último humo expire.
Hasta morir.

Quiero escribir otros versos,
vehementes, violentos,
cargados como la tormenta que siento,
aquí en mi pecho,
adentro.
Quiero describir para ti
el intenso rojo de mi sangre,
que se acelera,
que me quema
si no te digo,
si no te digo, amor.

Como fiera desatada,
como torrente embravecido,
te digo, amor,
incontrolable,
incontenible.